Ensayo por Concha Meléndez sobre Antonio S. Pedreira (1899-1939) que aparece en las páginas 147-148 de la edición de 1940 de Athenea, anuario publicado por los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico. Esta edición de Athenea fue dedicada a Pedreira, quien falleció prematuramente el 23 de octubre de 1939. Pedreira fue director del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico y autor de Insularismo: Ensayos de interpretación puertorriqueña, obra publicada en 1934 en donde Pedreira explora la definición de la puertorriqueñidad y plantea los problemas de la cultura puertorriqueña. A continuación compartimos con nuestros lectores el texto completo del ensayo por Concha Meléndez sobre Pedreira. Hemos hecho algunas correcciones ortográficas e incluido enlaces en donde puede obtener más información sobre las obras y personas mencionadas en el ensayo.

ANTONIO S. PEDREIRA:
VIDA Y EXPRESIÓN
Por Concha Meléndez

VIDA 

No voy a trazar un esquema biográfico de Antonio S. Pedreira por las vías usuales: límites expresados en fechas exactas; hechos a todos visibles de estudios, honores y fracasos; resonancias deformadas por el comentario incomprensivo o superficial. Quiero describir la vida de Pedreira como la vieron cotidianamente mis ojos, sin sospechar que veían el dramático cumplimiento de deberes que una voluntad espoleada por aguijones misteriosos se imponía sin descanso.

Como estudiante en la Universidad de Columbia—momento duro de superación académica—Pedreira, mi condiscípulo entonces, aprovechó todos los cursos accesibles a su escaso haber, terminó su tesis de Maestro en Artes y en las horas que otro hubiera dedicado a las diversiones que ofrece Nueva York, hizo algo que no supe hasta que leí el prólogo de su Bibliografía Puertorriqueña. Comprendí entonces las largas ausencias de Pedreira, mientras la Casa Internacional donde nos alojábamos celebraba bailes o fiestas de las naciones, o cuando meramente charlábamos en grupos en el gran salón de invierno. Porque “al filo de otros empeños” el estudiante desglosaba los conjuntos bibliográficos que había de ser fuente de la Bibliografía.

Octubre era un remolino de color en parques y arboledas, mirado con asombro por quienes sólo conocíamos la gama de los verdes tropicales. Del Hudson, en noviembre, soplan vientos agresivos, látigos de hielo. Hasta febrero, la nieve amontonada en las calles ponía resbalosas vallas a la aventura de ir a estudiar al Museo Hispánico o a la Biblioteca de la Ciudad. En primavera era dulce ver reventar los botones de los árboles y gozar de la suave luz renovada. Ni amenazas ni halagos del clima extranjero, apartaron a mi amigo de sus investigaciones, con las cuales, en su propio decir, preparaba, simplificando los caminos, el diagnóstico espiritual de su pueblo. Y todo ello trabajo realizado fervorosamente y en silencio, no adiviné entonces el alcance de aquel afán, que él trascendente. El trabajo con ausencia de vanidad y desdén por el aplauso fácil o prematuro es lo que convierte a esta vida en ejemplar rarísimo, sobre todo en nuestro ámbito isleño, donde el revolar de la fama se mantiene a veces con brillos falsos y colorines indecorosos. La afirmación de Pedreira como valor admirado o discutido, pero valor señero, aún en la conciencia de quienes le impugnaron, es el logro más alto de su equilibrio moral.

En las faenas del Departamento de Estudios Hispánicos, escrupulosamente velaba por el bienestar de sus compañeros: el salón más incómodo lo dejaba para sus cases, estudiaba los programas para que todos tuviéramos siquiera una tarde de descanso, recibía continuas visitas de estudiantes o antiguos discípulos y para todos tenía réplicas humorísticas o graves pero siempre certeras en la sugestión necesaria. A todo atendía con la sencillez del fruto que madura para darse y desconoce otro destino.

No puedo concebir esta vida metafóricamente sino en claroscuro: sombra y claridad alternadas, no simultáneas. La sombra aquí es recogimiento e intensidad vital, buceo de la inteligencia, fatiga del investigador, esfuerzo, en suma, sembrado de renunciaciones. Renunciar a esas humildes cosas que los espíritus selectos aman: la conversación sosegada, la lectura sin más trascendencia que el goce de lo leído por bello; el inofensivo ejercicio de contemplar e imaginar. La claridad externa se hace en el instante en que el silencio se interrumpe para dar paso a un libro, a un ensayo, a un artículo.

Río subterráneo de profunda corriente fué esta vida, que por momentos rompió brechas vertiéndose hacia arriba en surtidores amargos, como las realidades que definió. Porque estas realidades, según confesó él mismo, “lo acosaron a preguntas y quebrantaron insistentemente su reposo.”

EXPRESIÓN

Seis libros publicados y dos inéditos; algunos ensayos y artículos dispersos en revistas, niegan, con su unidad intencional y la dación sin pausas a lo nuestro, aquellas palabras que terminan el prólogo de Aristas: “No hace uno cuanto debe: hace lo que puede.” Detrás de esas palabras está la insatisfacción que había de punzarle hacia deberes que él mismo se asignó: el más cumplido, la dedicación a temas desgajados de la vida y la conciencia puertorriqueña. Hizo aquí lo que debió y no pudo hacer más en la medida de su tiempo colmada de súbito.

Aristas recoge la adolescente zambullida en lo universal con más largo detenimiento en lo español e iniciación en lo puertorriqueño. El Ensayo cromático es el límite más cosmopolita de aquel libro, donde el extremo más regional recoge la polémica sobre los términos portorriqueño y puertorriqueño.

El entusiasmo por los epigramas de Marcial, descritos por Pedreira como sátiras festivas y venenosas, anticipa, cambiando el veneno por el noble propósito de mejorar las publicaciones nativas, una de las facetas más eficaces de su obra; la serie de Aclaraciones y Crítica. Allí el humorismo, duende gracioso, vigila siempre tras la expresión grave o admonitoria para abrir el grifo de la travesura.

Pero Aristas es aún, en conjunto, libro de juveniles tanteos. El Salto afirmativo que da Pedreira dos años más tarde, al publicar Hostos, ciudadano de América, acusa un acelerado proceso de madurez que ahora se define en anhelo de avanzar con botas de siete leguas, como el personaje del cuento infantil. La biografía de Hostos comienza en nuestro país y en el mundo, la revaloración de la obra hostosiana, pero es también, como sucede en los libros de hombres fundamentalmente buenos, una autodefinición. Describe Pedreira a Hostos, urgido por apetencias de integridad moral, labrando a golpes de renunciación y de abstinencia “la columna interior en que han de descansar los hábitos.” Y esas palabras revelan el proceso de su propia vida. La limpieza, bondad y deseo de ser justo que a Hostos atribute, fueron también sus virtudes.

De aquí a los desfiladeros de Insularismo sólo hay el atajo dos años. Sarta de ensayos girantes alrededor de un tema único: el cómo hemos sido y cómo somos, Insularismo fue la obra más amada de su autor, la que vistió de más humana y ardiente sinceridad. Como afirmé en la Revista Hispánica Moderna[1] de la Universidad de Columbia, “complejas son las implicaciones del tema que parten soportes biológicos, geográficos, históricos.” Nunca se nos había hablado con más valentía de nuestros defectos. Y el vigor de la censura ha levantado las reacciones contrarias de muchos y la aceptación serena de unos pocos. Más allá de nuestro acatamiento o disconformismo ante el libro de Pedreira, deberá situarse nuestra simpatía por quien afirma, en confesión que descubre su inquietud ante nuestro destino: “Nosotros creemos, honradamente, que existe el alma puertorriqueña, disgregada, dispersa en potencia, luminosamente fragmentada, como un rompecabezas doloroso que no ha gozado nunca de su integridad”.

Jorge Mañach en su ensayo La Crisis de la Alta Cultura en Cuba, Samuel Ramos, en Perfil del hombre y la cultura en México, José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de la Interpretación de la Realidad peruana no analizaron con más fervor lo nacional respectivo, descubriendo sus fallas y peligros. Así Insularismo situándose estrictamente en lo puertorriqueño, responde a inquietudes sincrónicas  de la juventud hispanoamericana contemporánea, y, como me escribe Manuel Pedro González doliéndole de lo que en Pedreira hemos perdido, es, en su capítulo final, aplicable a toda Hispanoamérica.

Cuando el autor de Insularismo exhorta a los puertorriqueños a cultivar ideas y sentimientos viriles; cuando nos previene contra la equivocada suficiencia con la que igualamos los valores humanos creyéndonos capaces de opinar, sin previo conocimiento, sobre todas las situaciones, señala la confusión injusta que entre nosotros desequilibra las jerarquías espirituales, minando “la dimensión más expresiva de la cultura: la profundidad.”

Insularismo, y esto lo aclara desde la segunda página su autor, sólo aspiró a plantear problemas, no a resolverlos. Tan graves son los nuestros, que a nadie en justicia debió exigir a Pedreira soluciones que no son posibles a un solo hombre y necesitan tiempo y espacio para forjarse con validez. El remedio para nuestra crisis sólo pudo haberlo expresado Pedreira en una fórmula de posibilidad. Meditemos sobre estas palabras suyas y hagamos acto de contrición y acopio de civismo para vivirlas cabalmente:

“Si en esta crisis de nuestra cultura hacemos una recaudación de alientos superiores, para cultivar una esperanza unánime; si limpiamos las provincias de la vida pública de los espíritus vacíos, de discordias y malquerencias; si levantamos el gravamen de tanto profesional inculto disfrazado de eminencia; si atendemos en fin a nuestra conciencia colectiva cuidando de las transformaciones de la oruga hasta que sus anillos aseguren movilidad independiente y propia, yo estoy seguro que en no lejano día veremos volar la mariposa.”

Vida y expresión cumplidas, no podría nunca hablarse de Pedreira como de un malogrado a pesar de su temprana muerte. Me cupo acompañarle y alentarle—porque humano era, y hacia adentro llevó el don de espinas que recibe quien está en la altura—en los momentos más graves de su vivir. Ahora es hondo el goce cuando descubro que mi lealtad al condiscípulo, al colega, al hermano, no muestra el más leve desliz. Ausente, el recuerdo de sus normas éticas seguirá siendo para mí, coraza y fe. Ese es el mejor elogio que puede hacerse de una vida, y el que hubiera aceptado con mayor regocijo el limpio decoro de Antonio S. Pedreira.

[1] Nota de GeoIsla: Entendemos que se refiere a Meléndez, Concha: “Sobre Antonio S. Pedreira, Insularismo“. Revista Hispánica Moderna. Julio de 1935. I. 4, 269-270.

Puede ver y descargar una copia digital de este anuario en el portal de Issuu de la Colección Puertorriqueña UPR RP.

Fuente: Colección Puertorriqueña UPR RP