En la edición de enero de 1940 de la revista ISLA se le rinde un homenaje a Antonio S. Pedreira (1898-1939), quien había fallecido inesperadamente unos meses antes el 23 de septiembre de 1939. Entre los tributos se encuentra uno por Concha Meléndez (1895-1983), el cual relata los años de juventud de Pedreira y los estudios de Maestría que ambos cursaron a la vez en la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York.
En la foto que encabeza esta entrada vemos de izquierda a derecha a los escritores Antonio S. Pedreira, Juan Ramón Jiménez, Srta. Machín, Zenobia Camprubí de Jiménez, Muna Lee, Concha Meléndez, Leontina Camprubí, Sr. Ramírez y José Gueits.
Resaltes Juveniles de Antonio S. Pedreira
Por CONCHA MELENDEZ
Me ha faltado tiempo para buscar en los recuerdos de quienes conocieron a Antonio S. Pedreira en sus primeros años, el dato cierto que a veces lleva la revelación de procesos íntimos. Sé que vivió en Caguas entonces. En aquel pueblo asediado por montes vestidos de verde o azul en aproximaciones y lejanías, Toño, como le llamaron los padrinos guardianes de su niñez, jugó con los niños de su tiempo en la gran plaza sombreada por flamboyanes y laureles, o se escapó a bañarse al Turabo, río manso cuando no es tiempo de crecidas.
Recuerdo haber visto un retrato de Pedreira niño colgado en la sala de sus padrinos. Fue en un momento de la infancia cuando aún vivimos envueltos en inconsciencia y ensoñación, antes de que se me llevara a la escuela por primera vez. Mas hoy se, ante el recuerdo aclarado de pronto, por qué aquel niño de ojos negros y vivos me impresionó extrañamente.
En Caguas, en compañía de otros chicos, una mañana olorosa a cirios y azucenas, Toño se arrepintió fugazmente de sus pecados infantiles, arrodillándose ante el altar de la iglesia frontera a la plaza, para recibir la primera Comunión.
De allí, otro de los días significativos de su existencia, vino a la Universidad de Puerto Rico matriculándose en la Escuela Normal. Cuando nos encontramos en 1921 éramos ya maestros normales y trabajábamos como instructores incipientes en la misma Universidad. En las horas disponibles estudiábamos las materias del bachillerato.
Fuimos por entonces condiscípulos en tres clases: Secondary Education, Historia de Hispanoamérica, dirigida por don Rafael W. Ramírez, y Español avanzado, a cargo de don Felipe Janer. Pedreira no demostraba empeño en impresionar a sus maestros con aparatosas contestaciones. Pero en la clase de Español sobresalió particularmente. Se trataba de una especie de “Seminar” donde el profesor nos dejó elegir un tema para presentarlo al final del curso. Pedreira eligió el teatro de Ibsen; yo, la obra de Amado Nervo. El ensayo de Pedreira, que no publicó nunca en su forma íntegra, anticipaba las características esenciales de sus investigaciones: claridad, orden, y esa energía del estilo que a veces desemboca en dureza. Dureza emanante de su rebeldía, de la sublevación de su eticismo ante lo reprobable; la exaltación de los valores éticos fue la virtud más alta de mi mejor amigo.
La elección del tema—Ibsen—revela la avidez intelectual de aquel adolescente de seriedad prematura. Porque en 1921, Ibsen era aún novedad para estudiantes como nosotros, sin los estímulos poseídos por los de hoy en tal abundancia que no pueden apreciarlos cabalmente.
En 1924, Pedreira se manifestó disconforme y rebelde con la rotundez que animó siempre sus acciones decisivas. Trabajábamos en el Departamento Normal con cinco clases diarias de estudiantes rurales y una sobrematrícula que nos hacía muy fatigosa y difícil la enseñanza. El sueldo era el mínimo que entonces recibía un instructor.
Un día Pedreira me mostró una carta que había redactado para el Director del Departamento de Castellano—denominación de aquel tiempo —don Felipe Janer. Hace poco el mismo Pedreira me regaló para mi archivo copia del documento. Dicen sus dos párrafos esenciales:
“Si se fija usted en los rangos que ocupan los distintos profesores de la Universidad en sus respectivos departamentos, verá que los menos favorecidos somos nosotros y tendrá que convencerse de una de estas dos cosas: Primero: o que nuestro trabajo no es satisfactorio y por lo tanto no se estima por las autoridades o segundo: que el español no merece la misma atención ni la recompensa que las demás asignaturas universitarias.
“Lo primero sería un grave error subsanable, el cual estamos dispuestos a corregir renunciando inmediatamente a nuestros puestos para que sean desempeñados por otros profesores de más competencia y lo segundo sería un vejamen para el Departamento de Castellano por cuanto vendría a menoscabar los justos méritos que hoy ostenta rebajándolo a una categoría inferior que él no merece.”
Cuando leí esta carta, la firme también, de manera que llego a don Felipe como protesta de ambos. Nuestro jefe, con aquel humorismo tan suyo y la cordura de su experiencia, nos contestó oralmente en su oficina. Nos aconsejó calma, nos subrayó el “bolcheviquismo” de nuestra actitud. No obstante, comprendimos que debíamos ampliar nuestros estudios y empezamos a preocuparnos ante la imposibilidad de hacerlo: ni Pedreira ni yo teníamos más soportes económicos que los ganados por nosotros mismos.
En 1925 ocurrió uno de los grandes momentos de nuestras vidas. El nuevo Canciller Thomas E. Benner proyectaba una reorganización universitaria. Uno de los objetivos principales era la creación de un Departamento de Estudios Hispánicos. Benner pensó que algunos puertorriqueños con vocación para esos estudios debían prepararse para ser núcleo del futuro Departamento. Un día nos llamó a su oficina. Nos explicó la conveniencia de que fuéramos a la Escuela de Filosofía y Lenguas Romances de la Universidad de Columbia. Pero nosotros no teníamos los años requeridos para una licencia sabática. Benner consiguió que se nos diera la mitad de nuestro sueldo por nueve meses. La Casa de España en Puerto Rico pagó nuestra matricula el primer semestre. Y nos marchamos a la gran aventura.
Cuando llegue a Nueva York, Pedreira me esperaba en el muelle. Me había precedido unos días. Nos hospedamos en la International House. Nos matriculamos en la Universidad que nos pareció temible por la grandeza de su planta física, la muchedumbre de estudiantes y las difíciles materias de nuestros programas: francés, italiano, filología española, cursos de Literatura e investigación. Nuestro desconcierto fue al principio doloroso. Las agujas heladas de los vientos del Hudson se clavaron en nuestra carne y en nuestras almas nostálgicas de sol. Pronto fuimos serenándonos. Don Federico de Onís contribuyo más que nadie a nuestro triunfo. El dirigió nuestras tesis para el grado de Master of Arts. Pedreira hizo entonces parte de sus estudios sobre Hostos, tema de su tesis. Estas páginas, ampliadas y aligeradas un poco del erudito marco bibliográfico constituyeron más adelante su biografía Hostos, Ciudadano de América.
Como se ve, Pedreira entró temprano en la zona más amada de su vida intelectual: El ámbito puertorriqueño. El amor a lo nuestro le mantuvo las alas en reposo para viajes por otras tierras. Sin duda sintió la prisa inconsciente de los emplazados a morir jóvenes. Por eso estudió y trabajó sin paradas. Cuando le mostré hace unos días mis estampas biográficas sobre doña Ana Roque de Duprey me dijo que él había comenzado algo parecido sobre Betances y esperaba continuar su biografía cuando tuviera descanso y tiempo.
¡Descanso y tiempo! Los que somos catedráticos y a la vez escritores, volvemos la esperanza hacia esos dones rarísimos en nuestras vidas, aguardamos su llegada para cumplir propósitos de libros no escritos. Libros que, como esa biografía de Betances, se quedan bosquejados en el deseo de escribirlos.
Nuestros estudios en la Universidad de Columbia siguieron cada vez más intensos. Aquel año no supimos de la alegría de los estudiantes que desconocen privaciones e ignoran la urgencia de terminar una carrera. El rostro de Pedreira sin embargo, expresaba singular animación cuando recibía unas cartas de Richmond, portadoras de ilusionadas palabras. Su prometida Marietta Negrón, profesora en Virginia, era ya acicate dulcísimo en la vida del estudiante.
En el segundo semestre enfermé con influenza. Pedreira estaba alarmado. Todas las tardes escribía una breve carta que me enviaba a la enfermería de la Casa Internacional. Tan asiduas eran mis preguntas, que la muchacha que manejaba el ascensor pensó que éramos hermanos. Recuerdo su alegría al verme convaleciente; su ayuda cuando repasamos juntos para los exámenes. Así terminamos los requisitos para el grado de Master, después de unos ejercicios en que Pedreira obtuvo las calificaciones más altas del grupo de 1926.
A su vuelta a Puerto Rico se organizó el Departamento de Estudios Hispánicos y él fue desde entonces su Director. Cuando en 1931 decidimos terminar los estudios del doctorado, seguimos rumbos diferentes. Pedreira fue a Madrid donde amplio su ya vasta cultura hispánica; yo a México, firme en la dirección más honda de mis predilecciones. En 1932 volvimos a nuestros puestos. Pedreira trajo además del título de Doctor, su libro Hostos, Ciudadano de América. Fue ésta su segunda obra, donde el carácter de nobles relieves que siempre admiré, se acusa en el personal comentario de las virtudes hostosianas; donde el escritor cuaja definitivamente su orientación y su espíritu.
Fuente: ISLA: Homenaje a Antonio S. Pedreira, enero 1940, págs. 3-4 vía Colección Puertorriqueña UPR RP y Concha Meléndez.
Fuente ilustrativa: Foto de los escritores Antonio S. Pedreira, Juan Ramón Jiménez, Srta. Machín, Zenobia Camprubí de Jiménez, Muna Lee, Concha Meléndez, Leontina Camprubí, Sr. Ramírez y José Gueits, cortesía de la Biblioteca Digital Puertorriqueña.