Les presentamos dos versiones de la leyenda de la Garita del Diablo. La primera, que reproducimos a continuación, data de 1790 y fue publicada en 1924 en el volumen IV del libro “Leyendas Puertorriqueñas” por Cayetano Coll y Toste (1850-1930).
La Garita del Diablo
(1790)I
Dina era una mestiza atrayente, una flor natural de aroma incitante, una doncella gallarda, pelinegra y de vivarachos ojos, hija de un español, capataz cuadrillero de la Real Hacienda y de una india pura acanelada, resto de la aborigene raza. Procedía de la Indiera, de San Germán, refugio último de los autóctonos nativos.
La esbelta moza tenía diez y ocho primaveras y no había salido sola a la calle ni una sola vez. Recluida en su ruin casucha del alto de San Cristóbal, sus fiestas se reducían a oir misa en la iglesia de San Francisco, en unión de una tía que la acompañaba, hermana de su padre, pues la madre había muerto al darla a luz.
Los mayores embelesos de Dina eran ver desfilar las escuadras del Regimiento Fijo de Artillería, cuando a tambor batiente pasaban frente a su terrera casucha los esbeltos militares, a cumplir el precepto religioso de los domingos. Aquellos muchachos, fornidos, derechos, vestidos de blanco, portando el corto y ancho machetín, que al andar debatía sobre el muslo del militar, le sorbían los sesos a la linda moza, recatada y núbil. Se quitaba del antepecho de la puerta, cuando la tía la regañaba con insistencia gruñona y le ordenaba entrar y cerrar la persiana.
—Ya te he dicho que cuando pase la tropa debes entrarte, pues es gente atrevida y descarada.
—Ya lo sé, tía!, replicaba displicente la sobrina. Pero me gusta contemplar los militares, por su garbo y precisión en el andar; y además, me agrada tararear el pasodoble que toca la charanga.
II
A la tía de Dina dió una fuerte ictericia y el físico del Regimiento del Fijo, le ordenó que paseara al sol, después de tomar unos amargos brebajes que le propinara.
Dina acompañaba a su tía a pasear por el abanico, el gran rediente de castillo de San Cristóbal. Poco a poco se fué familiarizando con los fosos y contrafosos, baterías y casamatas del Fuerte, hasta conocerlo todo él al dedillo. Y mejor aún, cuando hizo amistad con una de las familias de militares subalternos, de las que estaban acuarteladas en las bóvedas. Y de este ir y venir de la casita de ella a San Cristóbal y de San Critóbal a su casita, no pudo evitar que algunos soldados se fijaran en la esbeltez de sus carnes, cuyas finas curvas ceñían y hacían temblar la fina muselina de su traje, y provocaban chicoleos y requiebros a la linda criolla.
Dina era pura como un lirio en capullo que empieza a entreabrirse a las caricias del sol. Y con los galanteos y requerimientos amorosos de los militares se ponían rojas como el jacinto sus vírgenes mejillas, a pesar de su trigueña tez; y la casta doncella se veía obligada a apresurar el paso.
Por fin hubo unos ojos picarescos, de un buen mozo, que se le metieron dentro del corazón y que los veía luego en todas partes, y con los que soñaba, provocándoles amorosas pesadillas. Eran los ojos de un soldadito llamado Sánchez, y que por su intensa palidez los compañeros lo apodaron Flor de Azahar. El atrevido galán era andaluz de buena cepa y tocaba la guitarra con facilidad extrema y trovaba de afición, entonando unas endechas con gracia y soltura. Había puesto sitio, como decía su capitán, a la plaza fuerte de la vecina moza, a la que dejaba loca y desesperada de amor con sus intencionadas coplas.
Recogida la muchacha en su casita, solía oir el ritmo rasgueado de las cuerdas de la guitarra, que cadenciosamente llenaban la atmósfera de sus dulces sones, sacudidas por la hábil mano de Flor de Azahar. Y de vez en vez, dejaba el militar caer en los oídos de la inocente doncella, con pertinaz osadía y melancólico acento, esta copla:
Bella Dina, bella Dina,
Quiéreme, por Dios, mi cielo,
Que la suerte me es indina
Sé tu, niña, mi consuelo!La moza acongojada y palpitante, daba vueltas en su cama, como si su lecho tuviese espinas punzadoras, atosigada por la luminosa quimera de la vida. Y tras lánguidos esperezos se entregaba al insomnio. La guitarra seguía gimiendo de cuando en cuando la dulce canción y el veneno de la estrofa se filtraba lentamente en el alma de la infeliz doncella. Su espíritu quedó al fin aprisionado en la tela de oro de aquella melosa endecha, que la hurgía las entretelas del corazón.
Una profunda tristeza invadió a la gallarda Dina, que amaba ya a Flor de Azahar con una intensa pena, pues le veía sujeto a una rigurosa disciplina, cuyos trabajos le tenían tan pálido; sin poder tener el consuelo de aliviarlo en algo, dándole entrada en la casa, porque la tía no quería cuentas con militares, gente atrevida de manos.
III
En el castillo de San Cristóbal existe una garita, alejada de la plaza, que da al lado norte y parece que se interna en el mar. Es un punto estratégico para atalayar la costa hacia el Escambron y hacia el sospechoso horizonte marítimo.
En una de las noches que le tocaba a Sánchez la vigilancia de ese punto, sintió Dina deseos irresistibles de charlar con él, que era el único delirio de su fantasía. En todo el día no le había podido ver, y llegada la prima noche no hubo el consuelo de oir la canción favorita al lánguido son de la guitarra, que penetraba en su alma como una plegaria.
Esperó la muchacha a que su tía se durmiese, y una vez cerciorada de ello, al oír sus acompasados ronquidos, entreabrió quedamente la puerta de la calle, y se deslizó, por detrás de la muralla, hacia la conocida garita, que se destacaba con negruras de basalto entre el brumoso celaje de la costa del mar. Allí estaba haciendo fielmente su guardia Flor de Azahar.
La luna cayendo hacia poniente, lanzaba mortecinos resplandores. El mar cabrilleaba pálidamente con los últimos reflejos de la protectora de los amantes, y la ola, sin murmullos, lamía suavemente los peñascales. Cuando un rayo lunar, rompiendo la bruma, lanzaba serpentinas plateadas, al caer sobre las dormidas ondas dejaba un rastro de luz, como bruñido acero refulgente. Sombras y tristezas rondaban en torno del castillo y envolvían a Dina, que avanzaba con sigilo por conocida senda hacia el atalaya, donde estaba su novio.
—Flor de Azahar, dijo tímidamente la garrida moza, cabe la garita, con una voz suave y leda, que rompió el silencio de aquella aterradora soledad.
Sánchez oyó el amoroso suspiro de la doncella, le palpitó el corazón con violencia, dejó el fusil y se precipitó en los brazos de Dina, cuya negra pupila de enamorado febril lo trastornó poniendo fuego de amor en sus venas. Unico instante feliz de sus amores hasta entonces. Un ténue claro de luna agonizante aprisionó en su argentino encaje a Flor de Azahar y a Dina. Dejemos al dulce misterio de la noche lo que es del dulce misterio de la vida!
IV
—¡Centinela, alerta!, gritó al poco rato el guardia del Caballero de Austria del castillo; y el grito del soldado vigilante fué repitiéndose de garita en garita, rompiendo el mutismo nocturnal de la fortaleza, hasta llegar a la que ocupaba Sánchez. El pájaro negro del silencio reinaba en aquellos contornos. Nadie contestó en el atalaya, cuya custodia correspondía a Flor de Azahar.
La ronda de vigilancia encontró al siguiente día, al relevar la guardia, que Sánchez había desertado, dejando el fugitivo su fusil y la cartuchera en el lugar entregado a su lealtad. No era el primer caso que ocurría en aquella triste garita. Así que la gente crédula y supersticiosa continuó afirmando que Lucifer con sus hechizos había cargado con el pobre soldado, que tal vez estaría en pecado mortal; pero los muy duchos en el arte del querer fuerte se dejaban decir, que para ellos, Cupido era el que se había robado a Flor de Azahar, pues era gran coincidencia que también la bella Dina hubiera desaparecido de su casa. Tal vez la amante pareja se había refugiado en la sierra de Luquillo para formar allí su nido de ternezas plácidas.
Desde aquel día se llamó aquel sitio La Garita del Diablo, porque nadie quitó a la estúpida vecindad que el Espíritu Maligno había intervenido en la desaparición de Flor de Azahar, el gran tocador de guitarra, y que la huida de Dina no tenía nada que ver con la desaparición del soldado desertor. Siempre el vulgo, ciego en sus necedades, se inclina a creer más en el error que en la verdad!
La segunda versión de esta leyenda fue publicada en 1883 en el libro “Costumbres y tradiciones” por Manuel Fernández Juncos (1846-1928):
LA GARITA DEL DIABLO.
I.
En el costado Norte del castillo de San Cristóbal, y formando parte de la roca sobre la cual se eleva el macizo y formidable muro, hay un pequeño cabo ó promontorio que penetra en el mar como á distancia d cincuenta pasos, á cuyo extremo se ve una garita de aspecto ruino o y sombrío.
Las olas que se agitan allí violentamente formando caprichosas cascadas entre los arrecifes de la orilla azotan sin cesar los costados del estrecho promontorio, como luchando y revolviéndose airadas contra aquel brazo de piedra eternamente extendido sobre el mar.
Cuando arrecian los vientos del Norte, y el Océano se encrespa y ruge más de lo acostumbrado en aquella parte de la costa, hay ocaciones en que la garita desaparece un momento, entre la nube que levantan la olas al estrellarse contra el peñasco donde aquella se encuentra cimentada; pero bien pronto vuelve á descollar sobre la bruma la negruzca bóveda de la garita como la enorme cimera de un gigante medio sumergido entre las agitadas ondas.
Esta garita, cuya costosa y sólida construcción data de hace más de un siglo, se encuentra hoy completamente abandonada, y la tradición popular cuenta cosas muy peregrinas acerca de élla, designándola con el siniestro nombre de la garita del diablo.
II.
Hé aquí, en resúmen, la parte más sustancial de la conseja:
A causa de los repetidos ataques de embarcaciones extranjeras contra este y otros varios puertos de la Isla pidieron con insistencia y obtuvieron por fin sus gobernadores la real autorización para fortificar las plazas más importantes.
Siendo ésta la principal de todas, se dió comienzo en ella á la, construcción del castillo del Morro y de otros varios fueres, baluartes y baterías.
A mediados del siglo anterior, época en que principiaron las obras de fortificacion en San Cristóbal y sus cercanías, se aprovechan la favorable disposición del peñasco ya descrito, para construir en él una especie de atalaya desde la cual pudiera vigilarse por la noche toda aquella parte del mar.
Un centinela perteneciente á la guardia interior del castillo tenia á su cargo esta vigilancia, y cada dos horas bajaban á relevarle por una galería subterránea que desemboca al pié del muro.
No declara la tradiccion por cuánto tiempo fue desempeñado sin tropiezo ni accidente alguno desagradable este servicio militar: sólo dice que una noche, al ir el cabo de guardia con el soldado que había de relevar al centinela, notaron que éste no se encontraba en su puesto. La garita estaba desierta, así como el pasadizo aislado y estrecho que hacia ella conducía
Llamaron, dieron gritos, esperaron durante algun tiempo, y por último subieron en busca de algunas linternas y bajaron á registrar despues inútilmente todos los parajes de por allí.
El centinela había desaparecido.
Gran sensacion produjo esta noticia en toda la ciudad, y hasta entre la misma tropa se llegó á mirar con algun recelo la garita mencionada.
Transcurrido algun tiempo, y cuando ya se iba olvidando aquella lastimosa y súbita desaparicion, otra nueva y en idénticas circunstancias vino á ocasionar nuevos temores y á servir de asunto á infinidad de comentarios. Esta vez se había encontrado el fusil, nada más que el fusil, dentro de la garita. El centinela había desaparecido corno el anterior.
Ni el más leve indicio de lucha ni de violencia se advertía en aquellas inmediaciones. Las fieras del mar no alcanzaban á la garita, ni se podían comer á los soldados enteros, con gorra, cartuchera y todo: esto era absurdo.
Según la version popular más admitida, el mismo diablo en persona debió haber tomado parte en tan extraño escamoteo. Y vino luégo á confirma!· esta creencia la misteriosa desaparicion de dos ó tres centinelas más.
Desde entónces la guardia de San Cristóbal dejó de poner centinelas en aquel sitio; se cerró á cal y canto la puerta de la subterránea galería que por allí desembocaba, y la garita del diablo quedó sóla y vacía como el cadáver de un réprobo abandonado á los embates del mar y a las maldiciones dela tierra.
III.
Una de las muchas veces que oí en una tertulia de campesinos la narracion tradicional de la garita del diablo, se hallaba cerca de mí un viejecito d humilde porte, de semblante alegre y de mirada viva y sagaz, que por momentos apretaba y contraía los labios como para contener una sonrisa de burlona incredulidad.
Chocóme desde luego el singular contraste que ofrecían la tranquilidad un tanto desdeñosa del viejecito, con la inquietud, la emocion y hasta el espanto que se revelaba· en las fisonomías y las actitudes de los demás oyentes. Algunas palabras que le oí pronunciar despues á manera de comentario á cierto pasaje del cuento, y la opinion que expuso al final sobre la reserva con que debían acogerse ciertas narraciones, exageradas por la supersticiosa fantasía del pueblo, me afirmaron en la sospecha de que aquel anciano sabía algo más de lo dicho respecto de los sucesos misteriosos de la garita del diablo.
No tardé mucho tiempo en hallar una ocasion oportuna para interrogarle sobre este punto, y despues de algunas reservas y precauciones que creyó indispensable para su seguridad individual, se expresó del modo siguiente:
IV.
“Servía yo, hace más de cuarenta años, en el batallon Fijo de tropa veterana, acuartelado en San Cristóbal, había hecho ya varias veces el servicio de centinela nocturno en la que nosotros llamábamos entónces garita del mar .
No era, en verdad, muy apetecible que digamos pasar largas horas en aquel sitio solitario, envuelto en las tinieblas de la noche, rodeado de escandalosos marullos y combatido sin cesar por un viento más húmedo que frío, y sutil y penetrante como la lengua de un calumniador.
Una noche (la recuerdo como si hubiera pasado ayer) me tocó en turno la vigilancia del lugar citado, desde las once á la una. El tiempo estaba lluvioso y el ruido del mar se oía más fuerte que de costumbre desde la plaza del castillo. De buena gana hubiera dado la mitad de las sobras de aquel mes, por librarme de tan molesto servicio.
Llegada la hora, bajé con el cabo de guardia, por la angosta y húmeda galería que conduce hasta la orilla del mar. Al abrir la puerta, un golpe de aire con agua nos azotó el rostro.
El cabo lanzó una interjeccion poco decente y continuó su camino hácia la garita. Pronto se ejecutaron las ceremonias del relevo, y quedé sólo y expuesto a las inclemencias de aquel sitio.
Pasó un cuarto de hora, que me pareció sumemente largo.
—¡Centinela alerta!—gritaron desde lo alto del castillo. Y la voz llegó á mis oidos débil y entrecortada por la fuerza del viento y por el ruido de las olas.
Contesté como de costumbre, y seguí paseando lentamente desde el muro á la garita y vice-versa.
Aquella monotonía, aquella soledad y sobre todo aquel aire húmedo que penetraba hasta los huesos, me iban haciendo insoportable el servicio. ¡Y todavía faltaban siete cuartos de hora.
El centinela no puede sentarse ni fumar, y esto último sobre todo era un gran martirio para mí. Yo tenía dos cigarros de boliche que había comprado poco antes en la cantina, para fumarlos despues que me relevaran, y á cada paso que daba se movían en el holgado bolsillo de mi blusa, mostrándose ante mis ojos las dos agudas perillas como aguijones constantes del deseo.
Nunca le había sentido más vivo y tenaz; no recuerdo haber luchado nunca con una tentacion más apremiante. La hora, el mal tiempo, la prohibición misma…. todo me incitaba á fumar con una avidez irresistible.
Jamás breva cubana de las más exquisitas y tentadoras, había sido apetecida con más ánsia que aquellas memorables tagarninas.
No sé cuántas veces se dirigió mi mano hacia el bolsillo, como llevada por un extraño resorte, y la· volvi á retirar luego recordando la rigurosa prohibicion de la Ordenanza.
Por fin cedí á la tentacion, en auxilio de la cual vino un aguacero quo me obligó á refugiarme en la garita. Una vez en ella, y seguro de que nadie me podía ver, dejé el fusil á un lado, requerí el yesquero, llevé á la boca uno de los cigarros y golpee con violencia el pedernal.
Una oleada importuna vino á chocar en aquel momento contra la base de la garita, y un chorro de agua salada que penetró por la tronera vino ti caer sobre los chismes de sacar fuego, dejándolos inservibles por aquella vez.
No hay para qué decir que este fracaso me produjo una gran desazon.
Salí de allí medio ciego de ira, y empecé á paséarme precipitadamente con las manos en los bolsillos. Me había olvidado del fusil y hasta de la Ordenanza.
Poco á poco me fui refrescando (la noche no era para ménos) y lo primero que noté al recobrar la calma fué el cigarro de boliche que seguía fuertemente oprimido entre mis lábios.
Acrecentado el d ese e n la contrariedad, se avivó más aún con la presencia del cuerpo del delito, y el gusto de echar siquiera un par de fumadas era en aquel momento mi principal aspiración.
Seguí paseándome, cada vez más atormentado por la vehemencia del deseo, y de pronto se fijó mi vista en la luz más inmediata, si no era la única que se distinguía por aquellos alrededores. Brillaba hácia el oeste de la garita, en una de las casuchas ó bohíos que por aquella época había diseminados en las inmediaciones del matadero.
Después de recordar aproximadamente la distancia, calculé que se podía ir á dónde estaba la luz en poco más de cinco minutos.
Pocas veces he sido tan activo para poner en práctica un pensamiento, como lo fuí entonces aguijoneado por el deseo tentador.
Algunos segundos después de haber formado el cálculo de la distancia consabida, ya me había descolgado por la orilla del muro y caminaba cautelosamente en dirección al arrabal inmediato.
—¡Centinela alerta!—volvieron á gritar en este instante desde lo alto del castillo.
—¡A buena hora mangas verdes!—dije para mí, apresurando el paso y oprimiendo el boliche entre los dientes, con una ansiedad digna de por cierto de mejor cigarro.
Llegué por fin al anhelado lugar. Era un ventorrillo de pobre apariencia, el en cual había estado alguna otra vez.
Pedí una copa de aguardiente, y me abalancé son cumplidos hacia el grosero mechón que ardía en el centro de la estancia.
¡Qué sabrosas me parecieron las primeras fumadas de aquel cigarro fementido.
Tal era mi aturdimiento al entrar, que ni siquiera advertí la concurrencia de gente que invadía los departamentos contiguos é interiores de la tienda. El amo de ella celebraba el bautizo de una niña.
Un repique de vihuela y güiro anunció en aquel instante el principio de uno de esos deliciosos jaleos del país, llamado merengue sin duela por analogía
Miré instintivamente hacia el lado de la garita. Todas las sombras de la noche parecían haberse amontonado sobre aquel lugar.
La obligación me llamaba, sin embargo, y era preciso volver al abandonado puesto.
Me asomé á una de las puertas que daban á la sala de baile, para satisfacer mi curiosidad de mozo antes de irme.
Yo no sé si el estado de mi espíritu, la excitacion del aguardiente ó la fuerza del contraste entre la negra soledad de la garita y el bullicioso cuadro que se presentaba ante mis ojos, ó quizá todas estas circunstancias juntas, ejercieron en mis sentidos tan agradable fascinación. Lo cierto es que me sentí transportado á un mundo ideal, á un paraíso de deleites.
¡Qué chicas, Dios poderoso…!”
[Y al decir esto el narrador juntaba las manos, animábase visiblemente su fisionomía, y sus ojos brillaban por instantes como encendidos por una chispa de galvanizada concupiscencia.]
“Había entre todas una del color de las gitanillas de mi tierra,—porque aquí donde usted me vé soy de la Triana,—había, digo, una trigueñita de ojos de fuego que era toa sal, como dicen en Andalucía.
¡Aquél cuerpo y aquél aire, y aquél…. Qué se yo! Perdone usted que me entretenga en estos detalles pueriles que no vienen al caso, pero que no he podido nunca olvidar.
“Maldije el servicio y la guardia que me impedían permanecer en aquel sitio; pero era necesario volver y volví….
Digo, llegué con heróica resolución hasta la puerta de la tienda, y bien sabe Dios que hubiera seguido á no ser por un fuerte aguacero que caía en aquel instante, sonando como una granizada sobre el techo de yaguas del ventorrillo.
Bendije en mi interior el agua que venía tan oportunamente á proporcionarme algunos minutos más de placer. Porque entonces más que nunca se me ocurrió pensar en lo peligroso que sería exponerme, acalorado como estaba, á los rigores de un aguacero.
Por otra parte, según mis cálculos serían poco más de las doce; tenía tiempo de sobra para volver á la garita, y no había cuidado de que á tal hora y con aquel tiempo se asomase por allí ninguno de los jefes de la guardia.
Haciéndome estas consoladoras reflexiones, llegué de nuevo hasta el salón de baile, situándome resueltamente al lado de la encantadora trigueña. La disparé algunos requiebros á quema ropa, y ella correspondió llamándome atrevido, sangri-gordo y no sé cuántas cosas más, pero sin mostrarse enfadada ni dar señales de menosprecio ni esquivez.
Entonces la hablé con más formalidad y respeto, me esforcé en describir todas sus gracias, dije que estaba muerto por ella y que sólo me faltaban cuatro medes para cumplir [cuando la verdad era que me faltaban cuatro años], y otra porción de tonterías que no hay para qué recordar.
Llegaba yo á lo más apasionado y patético de mi discurso, cuando oí clara y distintamente el sonido de una campana. ¡Era la del castillo que anunciaba la hora de mi relevo!
Me quedé un instante como alelado y confuso, y salí después, sin despedirme, siguiendo apresuradamente el camino en· direccion á la garita
Cuando llegué como á cien pasos de distancia, ya el cabo y el compañero que había de sustituirme andaban con linternas encendidas buscándome por aquellos alrededores.
El tiempo se me había pasado sin sentir, y yo había incurrido en la más tremenda de las responsabilidades.
La Ordenanza militar dispone que sea pasado por las armas todo centinela que abandone su puesto.
La pena es rigurosa y excesiva, particularmente entiempo de paz y con las circunstancias atenuantes de la hora, el tiempo, el lugar y hasta la oleada importuna que me humedeció los chismes de sacar fuego. ¡Maldito cigarro….!
Pero la Ordenanza me señalaba ya como reo de muerte, y en aquel tiempo se aplicaba la Ordenanza [sobre todo á los soldados] con inflexible severidad.
No debía, pues, forjarme ilusiones acerca de mi situacion, ni era prudente desperdiciar el tiempo. Antes de amanecer debía encontrarme fuera de la ciudad y en parte donde pudiera sustraerme á las pesquisas que se hicieran en mi busca.
Tomé, pues, la firme resolución de defender mi vida, y emprendí la marcha favorecido por las tinieblas de la noche.
Cuando pasé por junto al ventorrillo, acababan de salir las gentes del baile y se iban diseminando en dirección á varias callejas del antíguo Ballajá.
Allí, en un grupo de bulliciosas compañeras, y tal vez refiriéndoles las aventuras del soldado requebrador y sangri-gordo, iba élla, la linda cuarterona de ojos de fuego, la que—despues del malhadado boliche—había sido la causa involuntaria de mi perdicion.
Aquella misma noche llegué rendido de fatiga á la playa de Palo-seco, en un pequeño bote ·que encontré atado en en el lugar que hoy ocupa la Carbonera.
Después…. Sería muy largo de contar. Vine á este barrio, pedí posada y amparo á un pobre campesino que me cedió el mejor lugar de su choza y el mejor plato de su mesa, tomé parte en sus trabajos y me habitué á sus costumbres, adquirí luego algunas tierras, hice un bohío, fundé una familia y héme aquí convertido en un jíbaro neto, en un aplatanado andaluz.
Poco después de mi llegada á ente sitio, ya circulaba la noticia de que el diablo había hecho de las suyas en la ciudad, llevándose á un centinela en cuerpo y alma, sin dejar de él más que un pedazo de yesca y el fusil.
Por eso yo me sonrío á veces cuando oigo que atribuyen al diablo mi desaparicion de la garita, cuando la verdad es que él no tomó parte ninguna en el asunto, á ménos que no fuera obra suya la tentacion del boliche y el hechizo de la encantadora trigueña de Ballajá.”
Y tal como me lo contó el viejecito, que descansa ya en el seno de la madre tierra, lo agrego aquí como apéndice ó complemento de lo que dice la tradición acerca de la garita del diablo.
Nota: Hemos reproducido ambas leyendas tal como fueron publicadas, incluyendo la ortografía usada en el pasado y algunos errores ortográficos.
Puede ver y descargar copia digital de los libros donde fueron publicadas ambas leyendas en los siguientes enlaces:
Internet Archive: La Garita del Diablo, publicado en el libro “Costumbres y tradiciones” por Manuel Fernández Juncos, Biblioteca de “Buscapie”, 1883, págs. 203-213.
Manioc: La Garita del Diablo (1790), publicado en el volumen IV del libro “Leyendas Puertorriqueñas” por Cayetano Coll y Toste, Editorial Puerto Rico Ilustrado, 1924, págs. 115-120.
Fuentes: Internet Archive, Manioc.
Fuentes ilustrativas: Garita del Diablo (1903), Garita del Diablo (2018)